jueves, 17 de marzo de 2011

La mayor claridad posible


El Presidente de la República, Juan Manuel Santos, anunció hace pocos días la intención del gobierno de hacer cambios en la estructura de la educación superior en Colombia, al presentar un proyecto de reforma que de inmediato ha generado diversas opiniones. La ley vigente en ese sentido es la 30 de 1992 que organiza dicho servicio público en sus diferentes niveles: las instituciones técnicas profesionales, instituciones universitarias o escuelas tecnológicas, y universidades.

Una de las justificaciones que se ha dejado escuchar de labios del mandatario y de la propia ministra de Educación Nacional, María Fernanda Campo, reside en el hecho que la norma en referencia data de hace 18 años, cuando el mundo era otro, con realidades y dinámicas diferentes a las actuales. Seguramente cierto, pues las evidencias son notorias en varios aspectos, aunque en otros las situaciones no es que resulten demasiado opuestas. En fin.

Que se propongan renovaciones, innovaciones, modificaciones, otras miradas, resulta apenas normal dentro de las diversas concepciones que los seres humanos tenemos para ver y entender dicho mundo, mucho más cuando se está en los llamados círculos de poder y resulta necesario ejercer liderazgo y autoridad.

Sin embargo, aunque la propuesta debe revisarse con lupa y discutirse en escenarios de diverso orden, empezando por el universitario como tal, resulta conveniente y oportuno seguir aportando observaciones sobre este tema público, no porque proceda de lo gubernamental, sino por la sensibilidad social y política que de él se deriva, dado que la educación como sistema y como proceso será la que nos lleve a seguir como vamos o a enderezar el camino, en término de oportunidades, igualdad en cuanto a derechos y deberes, además de justicia y desarrollo.

Con o sin propuesta presidencial no puede perderse de vista lo que la misma Ley 30 recuerda en el artículo segundo del capítulo primero: "La Educación Superior es un servicio público cultural, inherente a la finalidad social del Estado". Por ello, no deja de causar inquietud que dentro del proyecto de reforma se hable de la creación de universidades con ánimo de lucro, inyección de recursos económicos de capital privado a las instituciones públicas para asegurar procesos de calidad que con los presupuestos de hoy son difíciles de alcanzar en varios casos, entre otras situaciones particulares que puedan generar controversia.

Si bien resulta cierto y preocupante que el nivel de cobertura en educación superior sea apenas del 37 por ciento, representado en millón 680 mil jóvenes, lo que significa que la mayor parte de los egresados de los colegios del país están dedicados a otras cosas por no encontrar cupos en las universidades o no contar con posibilidades económicas de ingresar a las mismas, la discusión no puede ser ligera ni superficial, sino que debe llevar a la búsqueda de consensos y no a simples imposiciones de la mayoría, como regularmente ocurre.

Las intenciones de ahora pudieran ser las mejores pero, de todas maneras, siguen haciendo parte del modelo económico que ha venido imperando en Colombia y que socialmente deja mucho que desear.

Los vientos de privatización de la universidad pública siguen soplando, así haya desmentidos sobre el particular. Es más, la injerencia del capital privado en la educación superior pública bajo el pretexto de lograr aportes que de otra forma no se podrían tener desde la esfera estatal, y el hecho de proponer crear instituciones con ánimo de lucro también genera inquietudes de diverso orden:

¿Será que la mirada hacía el sector educativo debe ser desde una postura industrial o postindustrial, tal como ha ocurrido en otras áreas? ¿El asunto será concebir al conocimiento no como facilitador de cohesión y desarrollo social sino como simple mercancía? ¿Habrá asomo de imposiciones desde el sector empresarial para que la escogencia de rectores y otros cargos directivos y administrativos tenga determinadas dinámicas y lógicas del estamento privado?

El Estado no puede desprenderse de la responsabilidad que tiene para con la nación en materia educativa, las reformas no pueden seguir alimentando una especie de feria de lo público dentro de los principios neo-liberales acostumbrados y cuyas consecuencias ya hemos experimentado en diferentes campos.

Si bien la propuesta puede poner al sistema educativo nacional en consonancia con los retos de nuestro tiempo, bien vale la pena un debate abierto sobre todos los aspectos que se proponen, en especial aquellos que causan serias dudas sobre sus reales propósitos, para que no pasen 'de agache' en medio de sofismas de diverso orden.

Colombia no puede seguir permitiéndose el lujo de tener universidades de primera, de segunda y de tercera categoría, ni mucho menos de endeudar a los futuros profesionales para que cuando se gradúen su mayor preocupación sea cómo pagar los préstamos que tuvieron que hacer para poder estudiar un pregrado, aplazándose así el sueño de varios de ellos de cursar posgrados lo más rápido posible para continuar creciendo en lo personal, en lo académico y en lo profesional.

La prosperidad democrática debe tomar lo educativo en serio y no permitir, por ejemplo, que instituciones públicas regionales tengan prácticamente que mendigar sus escasos presupuestos o depender de lo mucho o poco que les ingrese por matrículas y conceptos de extensión, sin eludir las responsabilidades que sus líderes tienen en materia de gestión. La tarea no va por entregar lo poco que queda al capital privado, sino por la defensa de la educación pública y porque el gobierno asuma un compromiso que debe ser ineludible, permanente y responsable.

La opinión pública colombiana, la sociedad civil, los medios de comunicación independientes y los diferentes estamentos deben permanecer atentos y participar activamente de las discusiones que se vienen dando y aquellas otras que llegarán, porque con la excusa de la cacareada y manipulada calidad académica y los retos oficiales de ampliación de cobertura no se puede conducir al país a una degradación mayor del que debería ser el más importante de los servicios públicos: la educación, en este caso, la superior.

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