lunes, 22 de febrero de 2010

De exclusiones y otros demonios...




Al repasar la historia de la humanidad pareciese encontrarse una situación que, en vez de haberse ido superando, se ha hecho reiterada en la mayor parte del mundo por acción de las relaciones de poder que la especie misma genera a cada instante: la exclusión. Relaciones que tienen su fundamento en los postulados y acciones políticas, económicas, culturales y sociales, en general, que han llevado a establecer paradigmas dominantes no propiamente cruzados por sentidos éticos y valores morales que aseguren una convivencia digna y lo más armónicamente posible de los miembros de la especie entre sí y su relación con la naturaleza.


No es sino buscar lo que dice el diccionario sobre el término en referencia para advertir, en primera instancia, que exclusión es la acción y el efecto de excluir. Excluir, a su vez, es, según la misma Real Academia Española de la Lengua, quitar a alguien o algo del lugar que ocupaba; descartar, rechazar o negar la posibilidad de algo; dicho de dos cosas: ser incompatibles.

Seguramente podrían pensarse por lo menos dos maneras de ser o sentirse excluido: una primera, porque una persona o un colectivo no quieren pertenecer o identificarse con algo o alguien y, una segunda, porque ese algo o alguien simplemente no desea que otros hagan parte de él.


La generación, entonces, de relaciones dominantes que promueven teorías y acciones contrarias a principios y valores con presunciones universales como la igualdad, la solidaridad, la responsabilidad, la autonomía y el liderazgo, entre otros, quedan simplemente como retórica y listado de buenas intenciones en cartas nacionales e internacionales, más allá de las partes del mundo de donde provengan.


El capitalismo, por ejemplo, que ha tenido la habilidad de desarrollarse en diversas etapas según las circunstancias y los tiempos (mercantilismo, industrialización, neoliberalismo, etc.), sin duda alguna ha sido y sigue siendo un elemento de exclusión a más no poder. Su horizonte económico de generar riqueza a través del fundamento económico del capital como elemento de producción, apoyado en discursos y prácticas sociales, para escribirlo en términos simples, ha permitido que la mayor parte de quienes viven bajo ese paradigma vean a diario cómo muy pocos tienen lo que esa mayoría necesita.


Bien lo cuestiona Pogge (2005) al preguntarse: ¿Cómo es posible que persista la pobreza extrema de la mitad de la humanidad a pesar del enorme progreso económico y tecnológico, y a pesar de las normas y de los valores morales ilustrados de nuestra civilización occidental enormemente dominante?


Con la implantación del capitalismo difícilmente podría ser de otra forma, pues los enfoques, modelos, discursos y relaciones se presentan dentro de una clara relación social vertical, donde no es la discusión o el debate lo que precisamente motive el establecimiento de acuerdos entre las personas, sino la imposición y las dictaduras de otros seres de naturaleza natural o jurídico que en aras de postulados que hablan de la igualdad de oportunidades, la libre competencia y la globalización, saturan a las naciones con la creación de necesidades y, aquellas, que efectivamente lo son, terminan siendo convertidas en mercancías. Ejemplo cercano el colombiano si se repasa lo que sucede con la salud, la educación y los servicios públicos.


La obligación del capitalismo es para con los capitalistas no para con la humanidad, pues los índices de pobreza y miseria son cada día mayores; los programas asistencialistas apenas resultan sofismas de distracción para intentar hacer creer de la generosidad de un modelo que, como lo dice Borón en su texto sobre Mercados y Utopías, “el capitalismo ha experimentado una reestructuración regresiva a escala planetaria”, al introducir una explicación sobre el neoliberalismo, una de las tantas caras del capitalismo a lo largo de su historia.


Pero éste modelo dominante, que transcendió lo meramente económico, también ha tenido en la modernidad uno de sus aliados fuertes, pues dentro de esa dinámica impuesta socialmente, los aspectos relacionados con la racionalidad, el progreso y la democracia, han permitido de forma recalcitrante reproducir una y otra vez esas relaciones de poder, nada diferentes a las expuestas párrafos atrás; es decir, para producir riqueza (o pobreza?) y a través de ella generar más exclusión, creando diversos estadios donde algunos se ven superiores y muchos terminan creyendo ser inferiores, porque las prácticas sociales así lo enseñan.


Quienes no reconocen esos valores propios de la modernidad o no pueden acceder a ellos, por simple lógica terminan autoexcluyéndose siendo excluidos, y terminan alimentando “la producción de *residuos humanos* o, para ser más exactos, seres humanos residuales (los excedentes y los superfluos, es decir, la población de aquellos que o bien no querían ser reconocidos, o bien no se deseaba que lo fuesen oque se les permitiese la permanencia), es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad” (Bauman, 2004).


Podría pensarse que un modelo dominante tiene su razón de ser en la medida que permita a la humanidad alcanzar mayores niveles de justicia social, equidad, solidaridad y corresponsabilidad, entre otros valores; sin embargo, el periodo de la modernidad, aunque con sus ventajas científicas y tecnológicas, para citar algunas -además del progreso económico para una élite -, ha reiterado las profundas divisiones sociales y aumentado los niveles de miseria en el planeta, transformando la esclavitud anterior en varias comunidades a sometimientos presentados ahora de otras maneras.


Toma validez la pregunta de Pogge sobre “cómo es posible que persista tanta miseria pese al gran progreso alcanzado en las normas morales, pese a la consolidación de avances tecnológicos sin precedentes y pese al sólido crecimiento económico global” (Pogge, 2005).


Dentro de esta dinámica también cabe plantear el papel del Estado, pues es finalmente donde en forma práctica tienen aplicación los discursos y las prácticas de los paradigmas dominantes o hegemónicos y donde, dentro de la idea primaria que llama Hobsbawm (pensando en el Estado territorial), la institución como tal reclama y se siente con derechos sobre el pueblo.


Sin embargo, muchos de esos derechos hoy día no están condicionados sobre principios de autonomía, sino sujetos a los condicionantes que la modernidad y el mismo capitalismo contextualizan y recontextualizan a cada instante, propiciando agresiones a las culturas e identidades, como otro ejemplo evidente de exclusión.


Pareciese dejarse de lado, dentro de esas relaciones de poder también presentes en los estados, que una característica importante de los seres humanos y de la vida misma es la complejidad. Es decir, ni las relaciones ni los conflictos son simples y/o aislados, ni sus posibles gestiones apuntan en direcciones únicas e inequívocas; los diferentes elementos se entrecruzan, se interrelacionan, crean interdependencias, tienen más de una cara, están sujetos a factores internos y externos. Hay múltiples espacios para la incertidumbre.


Ahora, si se observa al ser como figura individual pero, también, como producto social, los aspectos culturales juegan papel importante, en el sentido de las definiciones que éste haga frente a sí mismo y su relación con la vida: cómo se piensa, cómo se concibe, qué posturas y acciones asume, entre otras cosas. Hay una herencia cultural, precisamente, que influye en la determinación de los principios y valores que personas y sociedades construyen para sí mismos. En otras palabras, los condicionamientos que llevan a individuos y colectivos a proyectar, gestar y desarrollar las personalidades y las comunidades que sueñan.


La dinámica de la vida de los estados se observa en la actualidad definida por factores externos, muchos de los cuales no representan las expectativas propias de las comunidades. Esa regulación, necesaria por demás, al interior y exterior de los estados tiene como problema que sólo unos pocos definen cómo deben ser las relaciones a nivel planetario en materia de salud, comercio, política, entretenimiento, etc. legalizando dichos discursos a través de los diferentes organismos internacionales y legitimándolos por varias vías, entre otras la de los medios de comunicación.


Internamente, los estados también generan procesos de exclusión por doquier. No es sino mirar el caso de Colombia, para citar otro ejemplo, y preguntar qué pasa con las comunidades indígenas, las negritudes y otros colectivos que resultan enormemente discrimados por el sistema.


El capitalismo, la modernidad, el Estado, son elementos e instituciones que generan exclusiones de diverso orden, no solamente en lo económico. Entonces, surge la pregunta: ¿Será posible humanizarlos? Un giro ontológico positivo seguramente empiece a ser parte de la respuesta, como lo enseñan diversas posturas y experiencias en el mundo.


REFERENCIAS BIBLIOGRAFÍCAS

BAUMAN, Z. (2004). Vidas desesperadas. La modernidad y sus parias. Paidos. Barcelona

Pogge, T. (2005). La pobreza en el mundo y los derechos humanos. Editorial Paidos, Barcelona.

Vega, E. (1998) (Editor).. Lectura de Eric Hobsbawm. Marx y el Siglo XXI. Editorial Pensamiento Crítico. Bogotá.